Ma bruja (10)

junio 5, 2008

Al llegar a la canilla de la calle Arenales, Antonio dobló la cintura para tomar agua de ella.

El florero derramado en el mantel. La muchacha ríe mostrando los labios mojados. El agua cae sobre los rombos de las baldosas…

Se endereza. Mira las quintas de legumbres, los techos de cinc, los parrales. El agua estaba fresca y no importaba haberse chorreado.

Los niños a caballo entraban al arroyo y seguían hasta lo hondo, mojándose las piernas, hasta que el animal alargaba el cuello y empezaba a bogar con las patas en la profundidad…

Me hamaco al caminar, las articulaciones se me aflojan y los hombros se me ensanchan. Es lo mismo que hacen las copas de los árboles.

En las esquina de Arenales hay un cartel que dice Félix Balmaceda. Se han cambiado las calles…o mi memoria. ¿Y el tanque…? Allá… con sus remaches, pintura de aluminio y también alquitrán. Todo en orden.

A lo lejos se queja de pronto una sirena de fábrica, como se quejaba tarde a tarde en el vestido floreado de Maruja, diciendo que la tarde está madura en lo dorado del verano. Tubos de metal sonoro. Tenor que fuma tabaco fuerte. Allí están, la casa de las tejas amarillentas, la de los arbustos, donde vivía aquella niña Margarita…El almacén de enfrente. –Doblo por la esquina- Ha de ser Castillo, o Puerto Nuevo…Seguir avanzando…

El caserío se aplanaba y ajaba, como se acurrucan las flores al anochecer dentro de su propio caliz. Conservado intacto en el olvido y ahora, al contacto con el aire perdiera el último resto de humedad que lo mantenía en pie. Habría que esperar, tal vez, el calor de la noche para que fermentara en él, de nuevo la embriaguez. Porque cuando el agua verde del florero, la luna pesadamente amarilla se levantaba tras los eucaliptos y de las ventanas abiertas asomaban las cortinas ondulantes.

¿Vienen por Balmaceda! –gritó Julián a sus compinches que corrían hasta la esquina para volver a atrincherarse mientras los sillones de la casa mostraban los hilos del tapizado bajo la descarnada luz eléctrica.

El muchacho supo que la verdadera tarde y la verdadera noche se escondían tras las fachadas de las casas. No le importó que aquellos frentes le miraran de esa forma impersonal cuando ya traspasaba la esquina de la calle Guimaraens. Sabía ahora que transitaba el último momento de la contención y que todo aquello, como una fruta madura, se iba a rajar y dejar fluir su abundante jugo. Caminó la última vereda despareja. Se detuvo frente a la puerta verde, bajo la copa del paraíso. Levantó el brazo y golpeó los nudillos en la madera…

Maruja tiene viso de franela

y camina por el dintel de la casa

mientras la luna lenta da vueltas,

para ponerse redonda.

Redondo redondel de luna,

sobre las azoteas y las ramas altas.

Cielo negro.

Azul y negro.

Maruja, ma bruja, las cortinas blancas…

Caminas por el cielo.

¡No te pinches en las estrellas!

Un plato se sopa con humo.

Un collar de perro negro.

Y las azoteas y las claraboyas

se levantan bajo la comba del cielo.

Maruja, ma bruja,

vuela,

como una nube de franela.

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